Atrás quedaron los calores, sofocones, irregularidades cíclicas del cuerpo y del (mal) humor. Por fin he ingresado en La tercera edad, eufemismo por vejez que actualmente, en Méjico y otros países latinoamericanos, se denomina Adultos en plenitud, otro eufemismo mucho más deprimente, si cabe.
Lo hice acompañada de unas cuentas arrugas que se multiplican geométricamente día a día, varios kilos de más que llegaron para quedarse por siempre y el desmoronamiento silencioso pero notorio de todo, absolutamente todo lo que en mi cuerpo tenía –hasta no hace mucho- altura, forma y solidez.
¡Adulta en plenitud! ¡Ja! Es de veras del orden de la plenitud escuchar que los médicos repitan machaconamente: “Porque a su edad, señora...”, “Teniendo en cuenta su edad, mi querida...”, “Es habitual que en las personas de su edad, mi estimada...”. Sí, de la plenitud... ¡de los ovarios! Que estarán secos, marchitos y arrugados, pero no han perdido la sensibilidad ni el orgullo propios del género ni la capacidad para inflarse ante determinadas calamidades, como estas groseras faltas de tacto de los médicos.
La presión cultural es tanta que, cuando sorpresivamente aparece “un adulto en plenitud” que se atreve a decirme un piropo, galantería o palabras de reconocimiento por lo que fuere, sea el peinado o los juanetes... siento que lo besaría con agradecimiento y me surge una sonrisa de oreja a oreja.
¿Cómo no retribuir ese gesto cuando, a la vez, los jovencitos de veinte años me ofrecen el asiento en el colectivo? La primera vez, miré para atrás a ver a quién se dirigían; ahora ya voy por la segunda y no me caben dudas de que es a mí. Y cuando entro en un negocio cargada de paquetes, me dicen risueñamente “seguro que todos esos regalos son para sus nietos”, ¿verdad señora? ¡Esos mismos chicos y chicas que, hasta ayer nomás, me tuteaban cuando entraba a comprar en cualquier comercio!
¡Pero todo esto no es nada, nada de nada, comparado con lo que ha tenido la osadía de hacerme mi marido! Ese hombre, tan amado. Mi compañero, mi amigo, mi compinche, mi novio. Segundo matrimonio de los dos… ustedes saben... siempre de novios: flores, regalitos, sorpresas, mini lunas de miel a cada rato, escapadas románticas, complicidades... Bueno, ahora resulta que no le basta con desordenar alegremente todo lo que yo ordeno en la casa y proclamar con total impunidad que el tiempo que se invierte en poner orden es el peor gastado de todos los tiempos... Además… ¡Ese hombre me ha hecho abuela! Su hijo y su nuera, confabulados sexualmente, han traído al mundo a un niño.
Ese bebé... Si no fuera mi nieto político o postizo o “del corazón” -otro eufemismo de esos tan deprimentes como edulcorados-, podría considerarse como un niñito enternecedor, bonito, cachetudo y vivaz que cuando sonríe puede casi con cualquiera. Con cualquiera... que no esté dispuesta a sentirse plenamente metida en la adulta vejez ¡como si todavía no hubiese ganas de hacer tantas cosas en esta vida, independientes y hasta casi incompatibles con tener nietos!
¡Pensar que, con respecto a mi propio hijo, invertí años de diván para acompañar su crecimiento! Y ahora… ¡Es otro que también colabora con mi plenitud adulta, a fuerza de crecer! Primero, malabarismos para concurrir a las reuniones y actos del jardín con riesgo de que me despidieran del trabajo por llegar tarde. Después, su niñez, su adolescencia ¡y su inolvidable y tenaz edad del pavo en la que traté de sobrellevar con humor lo que algunas veces era de terror! Ingresó en la universidad. Orgullo y emoción. Se recibió en tiempo y forma y antes de recibir el diploma… me hizo suegra. Ese chico... ¡Como si no le bastara con haberme hecho envejecer en la medida de su crecimiento, se puso de novio, se fue a vivir solo y se casó!
Mi nuera. Esa chica... Hermosa realmente, carita de óvalo perfecto, ojazos, ternura, inteligencia, lindo carácter... Le sobran motivos para ser el orgullo de sus padres, pero de ahí a convertirme en suegra y someterme al riesgo de hacerme abuela algún día... ¡hay una gran diferencia que ni su sonrisa dulce compensa!
En verdad… debo reconocer que la abuelez, el crecimiento independiente de los hijos y la oferta de asiento en el colectivo, serían bastante menos truculentos si yo pudiera –igual que Nacha Guevara- pasearme desnuda por mi casa luciendo una cara y un cuerpo de 30 años bien llevados, en vez de las arrugas, rollitos y celulitis que me ha regalado mi condición de veterana (¡perdón, perdón! ¡de adulta en plenitud!) de la época en la que no se usaba la cirugía estética con la misma cómoda asiduidad que las ojotas. Y de una condición social que no me permite –como a Nacha Guevara- invertir más en el cuidado de la estética que en el supermercado y la farmacia de todo el año.
¡Mi dios! ¿Qué hacer con todo esto?
¿Y la culpa? ¿Qué hacer con la culpa?
La culpa por el tiempo que siento perdido e irrecuperable. Por la ambivalencia ante mi nietito, hijo, nuera y marido; por no querer renunciar ni a palos a estas ganas de generar proyectos y actividades como si tuviera toda la vida por delante.
Porque, la verdad… yo, a mi marido, lo amo. Frente a mi nieto, los gorgojeos y enormes sonrisas con que me reconoce, siento que me derrito de ternura y amor. El crecimiento de mi hijo y su madurez son una nueva etapa de encuentro y de diálogo amoroso con él, tan plena como las otras que compartimos, pero mucho más profunda todavía. Gozar de la alegría de ser suegra de una nuera macanuda y piola, sin tironear las dos del hombre ubicado en el medio de ambas como si fuera una camiseta disputada en una liquidación, es muy enriquecedor.
Entonces… No se trata de “una organización de tiempos”. Cualquier mujer medianamente organizada sabe y puede ser esposa, madre, abuela, atender la casa y, a la vez, ocuparse de las actividades que le interesan, aunque se agote en ello día a día. De hecho, yo lo logro, e incluyo muchas ocupaciones que me encantan y me hacen muy feliz.
Pero en verdad y en el fondo de la legua, acá, de lo que se trata, es de “una cuestión de tiempo”. De tiempo que pasó y se fue sin que siquiera pudiese darme cuenta de cómo. De tiempo que quisiera tener para hacer otras tantas, tantísimas cosas que están todavía pendientes. De tiempo que me sobra en edad y me falta en posibilidades de realización de proyectos, de estética, de aventuras…
¡De tiempo que me parece que ya no voy a seguir perdiendo en quejarme, y voy a invertir en mi clase de yoga y meditación!
¡Ahhh! ¡A propósito! ¡El profe de yoga tiene 38 años y está buenísimo! ¡Vamos a ver si mientras practicamos “el arado” logra aliviar estos karmas, y me da la serenidad que necesito para no negarme a aceptar…” lo que no puedo cambiar”!
El retrato de Dorian Gray, en versión femenina y para el subdesarrollo.
fuente
http://www.igooh.com
NOTA: SE PERMITE LA REPRODUCCIÓN PARCIAL O TOTAL , SIEMPRE Y CUANDO SE CITE LA FUENTE Y/O EL NOMBRE DE SU AUTORA
Lo hice acompañada de unas cuentas arrugas que se multiplican geométricamente día a día, varios kilos de más que llegaron para quedarse por siempre y el desmoronamiento silencioso pero notorio de todo, absolutamente todo lo que en mi cuerpo tenía –hasta no hace mucho- altura, forma y solidez.
¡Adulta en plenitud! ¡Ja! Es de veras del orden de la plenitud escuchar que los médicos repitan machaconamente: “Porque a su edad, señora...”, “Teniendo en cuenta su edad, mi querida...”, “Es habitual que en las personas de su edad, mi estimada...”. Sí, de la plenitud... ¡de los ovarios! Que estarán secos, marchitos y arrugados, pero no han perdido la sensibilidad ni el orgullo propios del género ni la capacidad para inflarse ante determinadas calamidades, como estas groseras faltas de tacto de los médicos.
La presión cultural es tanta que, cuando sorpresivamente aparece “un adulto en plenitud” que se atreve a decirme un piropo, galantería o palabras de reconocimiento por lo que fuere, sea el peinado o los juanetes... siento que lo besaría con agradecimiento y me surge una sonrisa de oreja a oreja.
¿Cómo no retribuir ese gesto cuando, a la vez, los jovencitos de veinte años me ofrecen el asiento en el colectivo? La primera vez, miré para atrás a ver a quién se dirigían; ahora ya voy por la segunda y no me caben dudas de que es a mí. Y cuando entro en un negocio cargada de paquetes, me dicen risueñamente “seguro que todos esos regalos son para sus nietos”, ¿verdad señora? ¡Esos mismos chicos y chicas que, hasta ayer nomás, me tuteaban cuando entraba a comprar en cualquier comercio!
¡Pero todo esto no es nada, nada de nada, comparado con lo que ha tenido la osadía de hacerme mi marido! Ese hombre, tan amado. Mi compañero, mi amigo, mi compinche, mi novio. Segundo matrimonio de los dos… ustedes saben... siempre de novios: flores, regalitos, sorpresas, mini lunas de miel a cada rato, escapadas románticas, complicidades... Bueno, ahora resulta que no le basta con desordenar alegremente todo lo que yo ordeno en la casa y proclamar con total impunidad que el tiempo que se invierte en poner orden es el peor gastado de todos los tiempos... Además… ¡Ese hombre me ha hecho abuela! Su hijo y su nuera, confabulados sexualmente, han traído al mundo a un niño.
Ese bebé... Si no fuera mi nieto político o postizo o “del corazón” -otro eufemismo de esos tan deprimentes como edulcorados-, podría considerarse como un niñito enternecedor, bonito, cachetudo y vivaz que cuando sonríe puede casi con cualquiera. Con cualquiera... que no esté dispuesta a sentirse plenamente metida en la adulta vejez ¡como si todavía no hubiese ganas de hacer tantas cosas en esta vida, independientes y hasta casi incompatibles con tener nietos!
¡Pensar que, con respecto a mi propio hijo, invertí años de diván para acompañar su crecimiento! Y ahora… ¡Es otro que también colabora con mi plenitud adulta, a fuerza de crecer! Primero, malabarismos para concurrir a las reuniones y actos del jardín con riesgo de que me despidieran del trabajo por llegar tarde. Después, su niñez, su adolescencia ¡y su inolvidable y tenaz edad del pavo en la que traté de sobrellevar con humor lo que algunas veces era de terror! Ingresó en la universidad. Orgullo y emoción. Se recibió en tiempo y forma y antes de recibir el diploma… me hizo suegra. Ese chico... ¡Como si no le bastara con haberme hecho envejecer en la medida de su crecimiento, se puso de novio, se fue a vivir solo y se casó!
Mi nuera. Esa chica... Hermosa realmente, carita de óvalo perfecto, ojazos, ternura, inteligencia, lindo carácter... Le sobran motivos para ser el orgullo de sus padres, pero de ahí a convertirme en suegra y someterme al riesgo de hacerme abuela algún día... ¡hay una gran diferencia que ni su sonrisa dulce compensa!
En verdad… debo reconocer que la abuelez, el crecimiento independiente de los hijos y la oferta de asiento en el colectivo, serían bastante menos truculentos si yo pudiera –igual que Nacha Guevara- pasearme desnuda por mi casa luciendo una cara y un cuerpo de 30 años bien llevados, en vez de las arrugas, rollitos y celulitis que me ha regalado mi condición de veterana (¡perdón, perdón! ¡de adulta en plenitud!) de la época en la que no se usaba la cirugía estética con la misma cómoda asiduidad que las ojotas. Y de una condición social que no me permite –como a Nacha Guevara- invertir más en el cuidado de la estética que en el supermercado y la farmacia de todo el año.
¡Mi dios! ¿Qué hacer con todo esto?
¿Y la culpa? ¿Qué hacer con la culpa?
La culpa por el tiempo que siento perdido e irrecuperable. Por la ambivalencia ante mi nietito, hijo, nuera y marido; por no querer renunciar ni a palos a estas ganas de generar proyectos y actividades como si tuviera toda la vida por delante.
Porque, la verdad… yo, a mi marido, lo amo. Frente a mi nieto, los gorgojeos y enormes sonrisas con que me reconoce, siento que me derrito de ternura y amor. El crecimiento de mi hijo y su madurez son una nueva etapa de encuentro y de diálogo amoroso con él, tan plena como las otras que compartimos, pero mucho más profunda todavía. Gozar de la alegría de ser suegra de una nuera macanuda y piola, sin tironear las dos del hombre ubicado en el medio de ambas como si fuera una camiseta disputada en una liquidación, es muy enriquecedor.
Entonces… No se trata de “una organización de tiempos”. Cualquier mujer medianamente organizada sabe y puede ser esposa, madre, abuela, atender la casa y, a la vez, ocuparse de las actividades que le interesan, aunque se agote en ello día a día. De hecho, yo lo logro, e incluyo muchas ocupaciones que me encantan y me hacen muy feliz.
Pero en verdad y en el fondo de la legua, acá, de lo que se trata, es de “una cuestión de tiempo”. De tiempo que pasó y se fue sin que siquiera pudiese darme cuenta de cómo. De tiempo que quisiera tener para hacer otras tantas, tantísimas cosas que están todavía pendientes. De tiempo que me sobra en edad y me falta en posibilidades de realización de proyectos, de estética, de aventuras…
¡De tiempo que me parece que ya no voy a seguir perdiendo en quejarme, y voy a invertir en mi clase de yoga y meditación!
¡Ahhh! ¡A propósito! ¡El profe de yoga tiene 38 años y está buenísimo! ¡Vamos a ver si mientras practicamos “el arado” logra aliviar estos karmas, y me da la serenidad que necesito para no negarme a aceptar…” lo que no puedo cambiar”!
El retrato de Dorian Gray, en versión femenina y para el subdesarrollo.
fuente
http://www.igooh.com
NOTA: SE PERMITE LA REPRODUCCIÓN PARCIAL O TOTAL , SIEMPRE Y CUANDO SE CITE LA FUENTE Y/O EL NOMBRE DE SU AUTORA
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